marzo 19, 2021

María Narezo

Cuerpos que enuncian

Allá afuera, donde los rostros se interponen, donde el espacio público me hace vulnerable, me asombro hacia la diferencia. Hacia las manchas de los rostros que nos recuerdan una y otra vez de dónde venimos, a dónde vamos y cómo enunciamos.

Me enuncias, te enuncio. Me desnudas y te desnudo.

Las capas del privilegio se deshacen y me recuerdas que no sólo en el espacio público me enuncian, sino también en mi hogar. De pronto es mi raza, mi género y mi clase lo que me nombra, lo que se nombra.

¿Acaso te incomoda?

Son muchos mundos y ninguno a la vez, y entonces mi reflejo ante el espejo se vuelve incompatible. Incompatible con las palabras que las voces monótonas repiten sin cesar desde hace mucho tiempo, y que buscan romper las fibras de cualquier encuentro que pueda formar conmigo, con el otro.

Y entonces el porqué de un espacio propio, sagrado, de pronto se vuelve evidente. Porque es ahí donde los rostros no existen, donde el cuerpo es sólo un fluido que hidrata los lagrimales de aquellos que ya no lloran.

Y de pronto esas lágrimas inundan nuestros pulmones, nos estamos ahogando. Y es ahí cuando algo despierta en la indiferencia, de pronto las miradas se cruzan; comenzamos a ver al otro, lo leemos, lo tocamos. Nos fundimos y los cuerpos son uno.

Los gritos que entre sueños se presentaban, ahora se enuncian, y si eso incomoda entonces no entendimos nada.

Acudimos a nuestro espacio sagrado, y una vez más mi cuerpo y el suyo se mueven en una misma dimensión, y entonces comprendemos que el habitar es compartido, que el nombrar es hablar de lo común y que soñar es alcanzar las lágrimas que le hemos quitado a las personas que no pudieron soñar, para así mojar los labios de aquél que quiera enunciar un sueño.